Capítulo 1: Don Leandro Lombardo
Don Leandro Lombardo era lo que se podía llamar un hombre hecho a sí
mismo. Su biógrafo lo definiría como un claro ejemplo del sueño español. Su
apellido venía de su padre, un desertor del ejército italiano en la guerra
civil que hizo carrera política en un pequeño pueblo de la meseta castellana al
acabar la guerra.
La historia de su padre era un caso curioso. El ejército italiano
estableció un puesto de mando en un pequeño pueblo en las cercanías de Toledo,
una base desde donde atacar Madrid. A Giuseppe Lombardo enseguida le gustó el
entorno. Era completamente distinto del norte de Italia de dónde provenía,
concretamente de Génova, como el ilustre descubridor de las Américas, con quien
con sorna solía compararse, ya que ambos salieron de Génova para hacer fortuna
en España, hasta el punto que dicha comparación aparecería más tarde en su
epitafio.
Giuseppe se había enrolado voluntario en el ejército de Mussolini porque
compartía la ideología fascista del dictador, pero la compartía de una manera
pragmática. Veía que en el fascismo, estando cerca del régimen, era más
sencillo enriquecerse que en otro tipo de regímenes, y sobre todo, con el
comunismo.
Estaba convencido de que el mundo tendía hacia el comunismo y que nada
podría pararlo, excepto el fascismo, y Giuseppe no se veía en un régimen en el
cual no pudiera aprovecharse de las circunstancias para hacer fortuna.
Giuseppe era un visionario. Al acabar la guerra civil española se
convenció de que el mundo iba derecho a una guerra, pero que España sería muy
difícil que entrara en esa nueva guerra ya que podría perder lo que había
ganado si se alineaba con una o con otra parte.
Y en España ya se había instaurado el fascismo, por lo que decidió quedarse
en España y hacer fortuna. Por supuesto que el ejército italiano lo reclamó,
pero una y otra vez consiguió que las autoridades locales justificaran su
imprescindible localización en España, donde impartía la doctrina fascista
entre los aborígenes.
Una vez que acabó la segunda guerra mundial ya no tuvo que esconderse, y
el régimen de Franco le proporcionó un cobijo, ya que desde Italia habían
dejado de reclamarlo.
Giuseppe fue el alcalde vitalicio el pueblo donde se había establecido, y
consiguió hacer una pequeña fortuna gracias a la corrupción a pequeña escala
que instauró en su pequeño reino.
Se convirtió en un cacique al uso. ¿Qué alguien del pueblo quería ampliar
su casa evitando las tasas de las licencias correspondientes? Giuseppe lo
permitía en su pueblo, y ese alguien sabía ser agradecido con Giuseppe.
¿Qué un vecino tenía que ir a la capital a arreglar papeles? El
ayuntamiento le pagaba el viaje, y ese vecino sabía ser agradecido con
Giuseppe.
Todos los vecinos querían a Giuseppe, y le protegían cuando desde la
capital de la provincia enviaban a investigar las irregularidades que se
producían en aquel pueblo, ya que Giuseppe cuidaba de sus vecinos.
Los únicos nubarrones que se cernían sobre Giuseppe provenían de la
iglesia debido a su afición por las mujeres. Se jactaba de que más de la mitad
de las mujeres del pueblo habían pasado por su alcoba. No hacía distinción
entre solteras y casadas, entre madres e hijas, cualquier mujer podía caer en
sus redes.
Se mostraba irresistible paseando con su caballo blanco y su acento
italiano. Además era un hombre atractivo, con don de gentes. Y sabía ser
generoso con sus amantes, que para eso era el alcalde y manejaba los fondos
públicos del pueblo.
Giuseppe tuvo tres hijos de tres madres distintas, y casualmente ninguna
era su mujer, con la que se había casado al poco de finalizar la guerra para
poder garantizar su permanencia en España.
A los tres hijos les dio su apellido, Lombardo. El párroco local siempre
censuró a Giuseppe su relación liberal con las mujeres, pero al final mostraba
comprensión por él justificándolo por la sangre italiana que corría por sus
venas, mientras rezaba por él y pedía por sus pecados en cada homilía de los
domingos.
Como ya hemos comentado, Giuseppe fue un alcalde muy apreciado en su
pueblo, gracias a que supo explotar sutilmente un caciquismo muy a la italiana
en el pequeño pueblo donde se instaló.
Y además consiguió mantener su pequeño reino gracias a que al pueblo
atrajo a una fábrica de insecticidas para el camp que le proporcionó riqueza.
La jugada fue perfecta. A orillas del Tajo, la fábrica tenía agua suficiente
para trabajar, y proporcionaba puestos de trabajo a los vecinos.
Una oportuna reforma parcelaria proporcionó a sus vecinos más apreciados
las mejores tierras de cultivo, mientras que una serie de parcelas alejadas del
pueblo fueron cedidas en régimen de alquiler a la planta de insecticidas para
el almacenamiento de los residuos que producía.
Giuseppe, como alcalde, hacía la vista gorda sobre las actividades de la
empresa, ya que el pueblo recibía muchos beneficios por el alquiler de los
terrenos de los vertederos de la fábrica y por los puestos de trabajo creados,
y aunque la fábrica no pagaba ningún tipo de impuesto en el pueblo, los
empresarios dueños del próspero negocio siempre se acordaban de Giuseppe y de
su labor facilitadora, colmándole de regalos a título personal.
Poco a poco Giuseppe se convirtió en el gran benefactor del pueblo, y
aunque su sueldo como alcalde era pequeño, pero siempre más alto que el de los
pueblos vecinos, ese sueldo se completaba gracias a las rentas que le
proporcionaban algunas parcelas que recibió como compensación al realizar la
reforma parcelaria de la localidad, parcelas que realmente completaban el 50%
del terreno público que se parceló. Ni que decir tiene que el 50% restante se
cedió a la fábrica de pesticidas.
Pero el pueblo no se podía quedar sin terreno público, que era el que
proporcionaba los ingresos al ayuntamiento, por lo que un oportuno impuesto
sobre el 20% de los terrenos privados que se parcelaron devolvió al
ayuntamiento gran parte de los terrenos cedidos a Giuseppe y a la fábrica de insecticidas.
Tampoco importaba mucho, ya que los hijos de los agricultores trabajaban en la
fábrica que él mismo había conseguido que se instalara en el pueblo.
Leandro creció en el seno de una familia multiparental, con un padre que
de vez en cuando les visitaba y que se mostraba extremadamente cariñoso con su
madre. Un padre generoso que siempre que llegaba a casa le traía algún regalo
para que jugara en la calle mientras él se encerraba con su madre.
Su madre se llevaba muy bien con la madre de otro de los hermanos de
Leandro, y era frecuente que en ocasiones Giuseppe se presentara en casa con
aquella otra mujer y él jugara con su hermano mayor mientras en la casa su
padre se quedaba sólo con las dos mujeres.
Su tercer hermano venía de otra mujer, pero a la que Giuseppe dejó de
visitar, aunque siguió manteniéndola ya que Giuseppe nunca abandonó a sus
hijos, ya que decía que eran los que le mantendrían en el futuro.
Leandro creció admirando a su padre. Aprendió de él su don de gentes, su
saber estar, su saber contentar a la gente, aunque con el tiempo consideró sus
métodos anticuados. Su padre daba a sus vecinos migajas de las que obtenía grandes
beneficios. Leandro pensaba que se podían obtener esos grandes beneficios sin
necesidad de ofrecer ningún tipo de migajas.
El declive de Giuseppe vino con el advenimiento de la democracia.
Giuseppe lo consideró un régimen endiablado, donde los enanos se crecían y
rompían con el orden establecido, con la estabilidad que durante tantos años
había llenado de prosperidad a su pueblo.
Las primeras elecciones las ganó por mayoría absoluta sin ningún tipo de
problema, pero desde la capital llegaron malas noticias. El nuevo gobierno de
la comunidad autónoma (para Giuseppe la región) ordenó una inspección sobre la
fábrica de insecticidas a raíz de denuncias de grupos anarquistas y comunistas.
Giuseppe se preguntaba de donde habían salido esos barbudos que se denominaban
ecologistas, y a santo de qué venían a molestar a su pueblo. Sí que era cierto
que había bastantes niños que en los últimos años habían nacido con
deformidades y retrasos, pero habían nacido de padres que tampoco eran
demasiado inteligentes, por lo que el pueblo tenía asumido que esa idiotez era
por herencia familiar. Como prueba tenía a sus hijos, que habían salido sanos y
fuertes, prueba además de que su semilla era fuerte, superior a la de aquellos
otros padres.
Pero la fábrica de insecticidas fue obligada a cerrar, y se encontró un
compuesto químico, el lindane, en grandes cantidades en los terrenos que
durante años había utilizado la compañía como vertederos. A Giuseppe no le
sorprendió, por eso se llamaban vertederos. Y el nuevo gobierno regional
clausuró los terrenos impidiendo que fueran reutilizados para la agricultura.
Todos estos hechos demonizaron a Giuseppe, que las siguientes elecciones
las perdió, quedando la alcaldía en manos de los socialistas. Y perdida la
alcaldía, perdido su poder, perdido el cariño de sus conciudadanos, que le
criticaban abiertamente, Giuseppe entró en una profunda depresión que le llevó
a la tumba prematuramente, mientras maldecía a un pueblo que le había querido
mientras había sido generoso con él, pero que a las primeras de cambio le
repudió, yéndose además con aquellos que habían destruido la prosperidad del
pueblo cerrando la fábrica de insecticidas.
Capítulo 2: La antigua fábrica de insecticidas
El cierre de la fábrica de insecticidas influyó en la vida de Leandro.
Hasta entonces había vivido tranquilo, de la paga que su padre le daba a su
madre, pero de repente, esa paga desapareció, y se vio obligado a espabilar, a
buscarse la vida.
Pero en un pueblo sin los ingresos de la fábrica de insecticidas, las
rentas provenientes de los terrenos que Giuseppe había ido atesorando a lo
largo de sus años como alcalde fruto de los regalos de sus convecinos eran
insuficientes para repartir entre sus tres hijos.
Leandro alcanzó rápidamente un acuerdo con sus hermanos y se quedó con un
tercio de los terrenos, terrenos que además estaban bajo sospecha por parte de
los socialistas de la alcaldía, que los reclamaban para el pueblo. El pueblo ya
tenía sus propios terrenos y había recuperado además los provenientes de los
vertederos de la fábrica de insecticidas, y si no se podía cultivar en ellos, a
ojos de Leandro, era por culpa de los de la capital.
Una de las últimas acciones de su padre como alcalde, antes de perder las
elecciones frente a los socialistas, fue otorgar licencia de obras en los
terrenos que su hijo se había adjudicado por herencia, y antes de que nadie
pudiera decir esta boca es mía, Leandro consiguió edificar en aquellos terrenos
un grupo de chalets que se vendieron rápidamente gracias a unas amistades que
consiguió en la capital, como segunda residencia a la incipiente burguesía que
aparecía.
Con los beneficios que obtuvo con la operación compró la clausurada
fábrica de insecticidas, y la derrubió completamente. Un error administrativo
en la capital, gracias seguramente al poder que aún tenían los empresarios
dueños de la fábrica, no había considerado los terrenos de la fábrica como
terrenos contaminados, al contrario que los que componían los vertederos.
Y dueño de esos terrenos se presentó ante la nueva corporación municipal,
que le recibió suspicaz para ver qué les iba a proponer. La reunión que mantuvo
la recuerda como muy tensa al principio, pero al final se llegó a un acuerdo.
Leandro comprendió durante aquella reunión que aunque voluntariosos, también los
socialistas se movían por dinero. Y aquella reunión acabó con una cena con el
nuevo alcalde y algunos concejales y como muchas de las reuniones de aquella
índole que tendría a lo largo de su vida, acabó en el club del pueblo vecino
echando unos tiritos con las chicas de vida alegre.
El acuerdo que propuso fue muy sencillo. En los terrenos de la antigua
fábrica construiría un camping, que empezaban a estar de moda en el país y
cedería terrenos al pueblo para que éste construyera las piscinas municipales.
Él se encargaría de asegurar los fondos desde la capital para construir las
piscinas. La corporación municipal se apuntaría un tanto de cara a los vecinos
del pueblo, y él ganaría mucho dinero con la operación, ya que se encargaría no
solo de conseguir los fondos, cobrando la comisión correspondiente por ello,
sino también de construir, gracias a la experiencia de los primeros chalets que
había construido, la piscina y el camping.
La operación se redondeó al poco tiempo al vender el camping al pueblo,
consiguiendo un importante beneficio por la revalorización de los terrenos. A
Leandro se le encendió una lucecita en su cerebro cuando vio que la mayor parte
de los beneficios le habían venido por la sobrevalorización de los terrenos.
Su cordial relación con la nueva corporación, afianzada a base de cenas
en el club del pueblo de al lado, le permitió que le dejaran tranquilo en el
tema de los terrenos heredaros de su padre, y que se olvidaran de las oscuras
interpretaciones de la ley que había hecho para conseguir las licencias de
obras de su padre.
Hizo una oferta a sus hermanos y les compró los terrenos que habían
heredado de su padre y en un par de cenas en el club, consiguió que el alcalde
firmara sin mayor problema la nueva licencia de obras. Esta licencia fue muy
importante para Leandro, ya que le permitía lavar su imagen con respecto a la
licencia de obras que le había otorgado para su primera urbanización su padre,
ya en esta habían sido los socialistas los que se la habían concedido.
Con la operación del camping y las piscinas había conseguido más que lo
que su padre en toda su alcaldía. Había obtenido la misma reputación de
benefactor pero además sin tener que repartir migajas entre los vecinos. Es
más, no tenía siquiera que dar la cara como alcalde, ya estaban los socialistas
para darla por él.
¿Qué había invitado a parte de la corporación municipal al club de
alterne durante varias noches y que gracias a esas relaciones se le habían
facilitado las licencias de obra? No era problema suyo, era de los concejales y
el alcalde.
Un pequeño nubarrón se cernió sobre el buen hacer de los negocios de
Leandro cuando asignaron un nuevo secretario al ayuntamiento, y el antiguo
secretario, que era un viejo conocido del puticlub donde Leandro cerraba sus
negocios, cesó de su cargo, con una jubilación forzosa, como la mayoría de los
secretarios que provenían del régimen anterior.
Aquel chaval joven, recién casado, con sus gafitas y sus aires de
intelectual, con sus libros bajo el brazo, hacía una interpretación de la ley y
de las normativas urbanísticas que no favorecía los intereses de Leandro..
Lo primero que hizo fue ir a la capital a pedir a sus nuevos amigos en el
gobierno regional que lo quitaran de su pueblo y lo sustituyeran por otro más
manejable. Al fin y al cabo existían miles de pueblos en la provincia que
languidecían en los que aquel muchacho podría explayarse como secretario
impartiendo ley y orden, pero le dijeron que tenían las manos atadas, que esas
elecciones las realizaba la diputación provincial.
La diputación provincial era un estamento que apenas conocía Leandro, ya
que no alcanzaba a ver su utilidad. A través de sus amigos en el gobierno
regional consiguió ser recibido por uno de los diputados que gobernaban tan
oscura institución. Fue una reunión muy interesante, ya que los intereses de
aquel diputado eran los mismos que los de Leandro, impulsar el crecimiento de
la provincia.
Leandro comprendió que aquella egregia institución no servía para nada,
pero que tomaba decisiones importantes. Concretó una nueva reunión con aquel
diputado, pero en un terreno en el que Leandro se manejaba mejor, en un
conocido club en los alrededores de la capital.
El diputado acudió en coche oficial, sin ningún tipo de pudor, y mientras
el chofer esperaba en el coche, que aún hay clases, el diputado disfrutaba de
una sesión especial con dos preciosas mulatitas que Leandro se había ocupado de
elegir, con todos los gastos pagados, por supuesto.
Y para que el diputado en cuestión no se olvidara de la gran tarde que
había pasado, Leandro le facilitó un pequeño sobre con un dinero que resultaría
imprescindible para la universidad de sus hijos.
El diputado cumplió con las promesas que había firmado con un pintalabios
sobre el enorme y terso culo de una de las mulatitas que Leandro le había presentado
y a la semana siguiente el nuevo secretario recibió una orden de traslado a
otro pueblo.
Cuando el nuevo secretario ocupó su plaza, el chaval volvió al pueblo
para ocuparse personalmente de indicarle al nuevo cuales eran las licencias de
obra activas, las alegaciones que debía hacer y los aspectos constructivos que
debían modificarse para adecuarse al ordenamiento urbanístico del pueblo.
Según salió por la puerta hacia su nuevo destino, el funcionario que le
había sustituido arrojó a la papelera todos los informes que había recibido y
tramitó la licencia de obras para Leandro. Consideraba que la nueva
urbanización era beneficiosa para el pueblo, y que no era necesario entorpecer
la actividad empresarial de un emprendedor como Leandro.
Leandro realizó los chalets siguiendo el proyecto constructivo a su
manera. Consideraba que los arquitectos no tenían demasiada idea de
construcción y que acababan encareciendo las casas que diseñaban con tonterías.
Él consideraba que era más fácil de vender una casa cuadrada forrada de un
material caro, aunque la calidad constructiva, de equipamientos y de
aislamientos fuera insuficiente, que una casa con un diseño exterior atractivo
y con los equipamientos necesarios.
Al fin y al cabo, los compradores sabían que los frigoríficos, las
cocinas y otros equipamientos “de obra” eran precisamente eso, de obra. Y que
los tendrían que cambiar al poco tiempo. Y respecto al aislamiento, todo el
mundo sabía que en Castilla hacía frio en invierno y calor en verano, y quien
no aceptara esas realidades es que no aceptaba el clima. Y que si querían calor
en invierno y frio en verano, para algo se habían inventado las calefacciones y
los aparatos de aire acondicionado.
Según adquiría experiencia en nuevas urbanizaciones en el pueblo,
contrató directamente un estudio de arquitectura que siguió su concepto de casa
cúbica, cuatro paredes y azotea, con tabiques interiores de nuevos materiales
como pladur, y abaratando las subcontratas de electricistas, fontaneros y demás
gremios, hasta límites insospechados.
Poco a poco Leandro fue adquiriendo un nombre como promotor y se le
vinculó al crecimiento que estaba teniendo su pueblo, crecimiento acorde al que
experimentaba su cuenta corriente, y también consiguió una fama de generoso
entre los miembros de la diputación provincial y del gobierno regional cuando
llegó el momento de dar el salto a la capital, a Madrid.
Capítulo 3 Leandro Lombardo
Leandro estaba casado. De convicciones firmemente católicas donaba
frecuentemente cantidades de dinero a la Iglesia. Aunque no pertenecía a la
Obra, estaba muy bien considerado por ella, por lo que de vez en cuando se le
tenía en cuenta cuando había que hacer alguna reforma en alguna propiedad de la
Iglesia.
Sus buenas relaciones con la diputación además permitían que las
recomendaciones de Patrimonio se relajaran cuando Leandro modificaba alguna
edificación antigua, permitiendo abaratar los costes de cara a la Iglesia.
Había entregado su alma a Dios, pero no a cualquier precio. Siempre decía
que el diablo le ofrecería mucho por su alma, por lo que si se decidía por
Dios, éste debería compensarle convenientemente, y qué menos que a través de la
concesión de obras por medio de la Iglesia, ya que para entregar el alma a Dios
gratuitamente había un número importante de meapilas en el mundo.
Se había casado joven y tenía siete hijos. Firme defensor de la
iniciativa privada, odiaba a los funcionarios, que los consideraba parásitos
sociales que se creían que por haber aprobado una oposición ya tenían trabajo
para toda la vida mientras los demás tenían que lucharlo día a día. Como
ejemplo de ese trabajo se ponía a él mismo, que había sacado adelante a su
numerosa familia y había conseguido colocar en cargos directivos de
responsabilidad a varios de sus hijos en empresas públicas de la provincia.
El séptimo aún seguía estudiando, medicina concretamente. Estaba muy
orgulloso de él ya que era el único que había ido a la universidad, cursando
segundo de medicina. Ya soñaba con su hijo operando en algún quirófano de la capital,
ganando prestigio, cuando acabara la carrera. Es más, un alto cargo de sanidad
de la comunidad de Madrid le había prometido un puesto en un hospital, de jefe
del servicio que deseara, y que podría acabar la carrera ya trabajando.
Su mujer no era especialmente atractiva, pero era la madre de sus hijos.
Alguien una vez le dijo que las esposas eran como cactus que aunque feos y
espinosos cuando florecían daban la flor más hermosa de la naturaleza, mientras
que las amantes eran rosas de belleza efímera pero que se marchitaban. Leandro
seguía con su cactus, pero no desperdiciaba las rosas, que no las consideraba
amantes ya que no las amaba, simplemente las utilizaba y las abandonaba antes
incluso de que se marchitaran.
Leandro jamás tendría una amante al uso. Ni siquiera amigas. Utilizaba a
las mujeres en sus negocios, y cuando se acostaba con alguna era únicamente
para satisfacer sus necesidades sexuales. Eso no le producía ningún tipo de
remordimiento, ya que consideraba que el sexo por el placer de hacerlo, no
tenía ninguna maldad, y que además que casi siempre lo practicaba por negocios,
negocios que al fin y al cabo mantenían a la familia, su mujer y sus 7 hijos.
En realidad no tenía ningún tipo de remordimiento en ninguna de sus
actividades. Había pasado de ser un bastardo por culpa de los devaneos sexuales
de su padre a ser un verdadero hijo de puta gracias a sus propia actividad
empresarial, pero estaba firmemente convencido de que la riqueza no se
conseguía de forma ética, y que si él se echaba para atrás en algún tipo de
negocio por motivos morales, otro lo emprendería por él.
Y como de todas maneras se iba a hacer era mejor que fuera él el que se
llevara los beneficios, y no otro. ¿Remordimientos? ¿Falta de escrúpulos? Quien
los tuviera no triunfaría en esta vida. Consideraba que la moral era el mejor
invento que había hecho la Iglesia en el país. Si la guerra civil la hubieran
ganado esos comunistas España sería un país arruinado, ya que la falta de moral
y de respeto impediría que gente como él, emprendedores natos, se enriquecieran
permitiendo el progreso del país entero.
Sus tesis eran claras y contundentes. El fracaso del comunismo venía
precisamente por la falta de una moral cristiana, en la que la gente carecía de
remordimientos y de escrúpulos, lo que impedía que esta misma gente fueran
grandes trabajadores. Un país necesitaba trabajadores, gente dispuesta a
sacrificarse por los demás, y un número de elegidos como él que permitiera
guiar a los trabajadores. Sin una moral que los uniera, esos trabajadores
serían incapaces de sacar adelante ese país.
Los dirigentes de esos trabajadores, los emprendedores, debían sacrificar
su moralidad para poder dar trabajo a esos trabajadores. Así funcionaba el
capitalismo cristiano, y así se había producido el crecimiento del país. Y para
ese crecimiento, para que nuestro país fuera grande, era precisa tanto la moral
cristiana como la estabilidad del país.
Leandro no podía tragar a los separatistas, a esos vascos y catalanes que
no querían pertenecer a nuestro gran país. ¿Cómo podría un país crecer si cada
dos por tres aparecía un peligro de desmembramiento en trozos más pequeños? Así
no era posible.
La ideología de Leandro no estaba del todo definida, pero se identificaba
con el catolicismo y un patriotismo a veces exaltado, sobre todo cuando jugaba
la selección. Consideraba España un gran país, donde se sabía comer, y no
comprendía a aquellos que no eran capaces de vibrar con la selección española
ni que quisieran prohibir los toros. A estos últimos, a los antitaurinos, los
consideraba directamente antiespañoles.
Estaba convencido de que los toros eran algo sagrado, un arte único en el
mundo, la manera más noble que podía tener un animal bravo de morir. Esos
barbudos ecologistas criticaban los toros porque odiaban a España. ¿Por qué no
se les veía si no haciendo manifestaciones delante de mataderos o de granjas de
gallinas?
Por su ideología rápidamente se alineó con una tendencia política
conservadora, pero eso no implicaba que hiciera ascos a la otra tendencia, a
los socialistas.
La primera vez que gobernaron los miró con recelo, pensando que quizá llevaran
a cabo lo que prometían y acabaran con su particular entendimiento de los
negocios, pero enseguida comprendió una verdad inmutable: quien cata el sabor
del poder, dejará de lado su ideología para centrarse en lo realmente
importante, el aprovecharse del sistema.
Y si alguien no quiere aprovecharse de ese sistema, no es priblema, otro
compañero de su partido estará dispuesto a hacerlo, a enriquecerse, a sacar partido
a ese sistema en el cual más del 50% de las decisiones económicas del país estaban
en mayor o menor medida en manos de un político.
Y Leandro es conocedor de esta necesidad humana y no tiene ningún reparo
en aprovecharse de unos y de otros para sacar tajada en sus negocios.
Pero la corrupción enseguida se organiza e institucionaliza. Leandro vio
con preocupación cómo para poder acceder
a determinadas obras públicas, allí donde gobiernan los socialistas, era
preciso apuntarse al partido. Pero eso no le satisfacía a Leandro, ya que le
marcaría en una opción política que no le satisface, por lo que se decidió a
trabajar mejor a nivel local, donde podría fácilmente y a su manera comprar a
alcaldes, secretarios, concejales, bajo el amparo de la diputación provincial.
Ya llegaría su momento de hacer cosas grandes, cuando las cosas se pusieran
de cara. De momento las grandes obras públicas se las llevaban grandes
constructoras. Para poder acceder a ellas era preciso crecer, y no hay mejor
manera de hacerlo que yendo paso a paso, creando empresa, creando negocio,
urbanización a urbanización, recalificación a recalificación, repitiendo lo
realizado en su pueblo, donde había triunfado sin duda con las 3 urbanizaciones
hechas, el camping y las piscinas.
Pero en su pueblo el crecimiento ya estaba limitado, ya que los únicos
terrenos que podían utilizarse eran los que medioambiente mantenía clausurados
por culpa de los vertidos de la fábrica de pesticidas.
Y precisamente por ahí le vendría su siguiente negocio, un negocio que
aunque corto, le proporcionó grandes beneficios. Un negocio auspiciado por la
entrada de España en el Mercado Común, en la Comunidad Europea, una Europa que
inundó España de millones de pesetas, para que gente como Leandro, siempre
dispuesta, los acaparara.
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