viernes, 4 de abril de 2014

El sueño español

Capítulo 1: Don Leandro Lombardo
Don Leandro Lombardo era lo que se podía llamar un hombre hecho a sí mismo. Su biógrafo lo definiría como un claro ejemplo del sueño español. Su apellido venía de su padre, un desertor del ejército italiano en la guerra civil que hizo carrera política en un pequeño pueblo de la meseta castellana al acabar la guerra.
La historia de su padre era un caso curioso. El ejército italiano estableció un puesto de mando en un pequeño pueblo en las cercanías de Toledo, una base desde donde atacar Madrid. A Giuseppe Lombardo enseguida le gustó el entorno. Era completamente distinto del norte de Italia de dónde provenía, concretamente de Génova, como el ilustre descubridor de las Américas, con quien con sorna solía compararse, ya que ambos salieron de Génova para hacer fortuna en España, hasta el punto que dicha comparación aparecería más tarde en su epitafio.
Giuseppe se había enrolado voluntario en el ejército de Mussolini porque compartía la ideología fascista del dictador, pero la compartía de una manera pragmática. Veía que en el fascismo, estando cerca del régimen, era más sencillo enriquecerse que en otro tipo de regímenes, y sobre todo, con el comunismo.
Estaba convencido de que el mundo tendía hacia el comunismo y que nada podría pararlo, excepto el fascismo, y Giuseppe no se veía en un régimen en el cual no pudiera aprovecharse de las circunstancias para hacer fortuna.
Giuseppe era un visionario. Al acabar la guerra civil española se convenció de que el mundo iba derecho a una guerra, pero que España sería muy difícil que entrara en esa nueva guerra ya que podría perder lo que había ganado si se alineaba con una o con otra parte.
Y en España ya se había instaurado el fascismo, por lo que decidió quedarse en España y hacer fortuna. Por supuesto que el ejército italiano lo reclamó, pero una y otra vez consiguió que las autoridades locales justificaran su imprescindible localización en España, donde impartía la doctrina fascista entre los aborígenes.
Una vez que acabó la segunda guerra mundial ya no tuvo que esconderse, y el régimen de Franco le proporcionó un cobijo, ya que desde Italia habían dejado de reclamarlo.
Giuseppe fue el alcalde vitalicio el pueblo donde se había establecido, y consiguió hacer una pequeña fortuna gracias a la corrupción a pequeña escala que instauró en su pequeño reino.
Se convirtió en un cacique al uso. ¿Qué alguien del pueblo quería ampliar su casa evitando las tasas de las licencias correspondientes? Giuseppe lo permitía en su pueblo, y ese alguien sabía ser agradecido con Giuseppe.
¿Qué un vecino tenía que ir a la capital a arreglar papeles? El ayuntamiento le pagaba el viaje, y ese vecino sabía ser agradecido con Giuseppe.
Todos los vecinos querían a Giuseppe, y le protegían cuando desde la capital de la provincia enviaban a investigar las irregularidades que se producían en aquel pueblo, ya que Giuseppe cuidaba de sus vecinos.
Los únicos nubarrones que se cernían sobre Giuseppe provenían de la iglesia debido a su afición por las mujeres. Se jactaba de que más de la mitad de las mujeres del pueblo habían pasado por su alcoba. No hacía distinción entre solteras y casadas, entre madres e hijas, cualquier mujer podía caer en sus redes.
Se mostraba irresistible paseando con su caballo blanco y su acento italiano. Además era un hombre atractivo, con don de gentes. Y sabía ser generoso con sus amantes, que para eso era el alcalde y manejaba los fondos públicos del pueblo.
Giuseppe tuvo tres hijos de tres madres distintas, y casualmente ninguna era su mujer, con la que se había casado al poco de finalizar la guerra para poder garantizar su permanencia en España.
A los tres hijos les dio su apellido, Lombardo. El párroco local siempre censuró a Giuseppe su relación liberal con las mujeres, pero al final mostraba comprensión por él justificándolo por la sangre italiana que corría por sus venas, mientras rezaba por él y pedía por sus pecados en cada homilía de los domingos.
Como ya hemos comentado, Giuseppe fue un alcalde muy apreciado en su pueblo, gracias a que supo explotar sutilmente un caciquismo muy a la italiana en el pequeño pueblo donde se instaló.
Y además consiguió mantener su pequeño reino gracias a que al pueblo atrajo a una fábrica de insecticidas para el camp que le proporcionó riqueza. La jugada fue perfecta. A orillas del Tajo, la fábrica tenía agua suficiente para trabajar, y proporcionaba puestos de trabajo a los vecinos.
Una oportuna reforma parcelaria proporcionó a sus vecinos más apreciados las mejores tierras de cultivo, mientras que una serie de parcelas alejadas del pueblo fueron cedidas en régimen de alquiler a la planta de insecticidas para el almacenamiento de los residuos que producía.
Giuseppe, como alcalde, hacía la vista gorda sobre las actividades de la empresa, ya que el pueblo recibía muchos beneficios por el alquiler de los terrenos de los vertederos de la fábrica y por los puestos de trabajo creados, y aunque la fábrica no pagaba ningún tipo de impuesto en el pueblo, los empresarios dueños del próspero negocio siempre se acordaban de Giuseppe y de su labor facilitadora, colmándole de regalos a título personal.
Poco a poco Giuseppe se convirtió en el gran benefactor del pueblo, y aunque su sueldo como alcalde era pequeño, pero siempre más alto que el de los pueblos vecinos, ese sueldo se completaba gracias a las rentas que le proporcionaban algunas parcelas que recibió como compensación al realizar la reforma parcelaria de la localidad, parcelas que realmente completaban el 50% del terreno público que se parceló. Ni que decir tiene que el 50% restante se cedió a la fábrica de pesticidas.
Pero el pueblo no se podía quedar sin terreno público, que era el que proporcionaba los ingresos al ayuntamiento, por lo que un oportuno impuesto sobre el 20% de los terrenos privados que se parcelaron devolvió al ayuntamiento gran parte de los terrenos cedidos a Giuseppe y a la fábrica de insecticidas. Tampoco importaba mucho, ya que los hijos de los agricultores trabajaban en la fábrica que él mismo había conseguido que se instalara en el pueblo.
Leandro creció en el seno de una familia multiparental, con un padre que de vez en cuando les visitaba y que se mostraba extremadamente cariñoso con su madre. Un padre generoso que siempre que llegaba a casa le traía algún regalo para que jugara en la calle mientras él se encerraba con su madre.
Su madre se llevaba muy bien con la madre de otro de los hermanos de Leandro, y era frecuente que en ocasiones Giuseppe se presentara en casa con aquella otra mujer y él jugara con su hermano mayor mientras en la casa su padre se quedaba sólo con las dos mujeres.
Su tercer hermano venía de otra mujer, pero a la que Giuseppe dejó de visitar, aunque siguió manteniéndola ya que Giuseppe nunca abandonó a sus hijos, ya que decía que eran los que le mantendrían en el futuro.
Leandro creció admirando a su padre. Aprendió de él su don de gentes, su saber estar, su saber contentar a la gente, aunque con el tiempo consideró sus métodos anticuados. Su padre daba a sus vecinos migajas de las que obtenía grandes beneficios. Leandro pensaba que se podían obtener esos grandes beneficios sin necesidad de ofrecer ningún tipo de migajas.
El declive de Giuseppe vino con el advenimiento de la democracia. Giuseppe lo consideró un régimen endiablado, donde los enanos se crecían y rompían con el orden establecido, con la estabilidad que durante tantos años había llenado de prosperidad a su pueblo.
Las primeras elecciones las ganó por mayoría absoluta sin ningún tipo de problema, pero desde la capital llegaron malas noticias. El nuevo gobierno de la comunidad autónoma (para Giuseppe la región) ordenó una inspección sobre la fábrica de insecticidas a raíz de denuncias de grupos anarquistas y comunistas.
Giuseppe se preguntaba de donde habían salido esos barbudos que se denominaban ecologistas, y a santo de qué venían a molestar a su pueblo. Sí que era cierto que había bastantes niños que en los últimos años habían nacido con deformidades y retrasos, pero habían nacido de padres que tampoco eran demasiado inteligentes, por lo que el pueblo tenía asumido que esa idiotez era por herencia familiar. Como prueba tenía a sus hijos, que habían salido sanos y fuertes, prueba además de que su semilla era fuerte, superior a la de aquellos otros padres.
Pero la fábrica de insecticidas fue obligada a cerrar, y se encontró un compuesto químico, el lindane, en grandes cantidades en los terrenos que durante años había utilizado la compañía como vertederos. A Giuseppe no le sorprendió, por eso se llamaban vertederos. Y el nuevo gobierno regional clausuró los terrenos impidiendo que fueran reutilizados para la agricultura.
Todos estos hechos demonizaron a Giuseppe, que las siguientes elecciones las perdió, quedando la alcaldía en manos de los socialistas. Y perdida la alcaldía, perdido su poder, perdido el cariño de sus conciudadanos, que le criticaban abiertamente, Giuseppe entró en una profunda depresión que le llevó a la tumba prematuramente, mientras maldecía a un pueblo que le había querido mientras había sido generoso con él, pero que a las primeras de cambio le repudió, yéndose además con aquellos que habían destruido la prosperidad del pueblo cerrando la fábrica de insecticidas.
Capítulo 2: La antigua fábrica de insecticidas
El cierre de la fábrica de insecticidas influyó en la vida de Leandro. Hasta entonces había vivido tranquilo, de la paga que su padre le daba a su madre, pero de repente, esa paga desapareció, y se vio obligado a espabilar, a buscarse la vida.
Pero en un pueblo sin los ingresos de la fábrica de insecticidas, las rentas provenientes de los terrenos que Giuseppe había ido atesorando a lo largo de sus años como alcalde fruto de los regalos de sus convecinos eran insuficientes para repartir entre sus tres hijos.
Leandro alcanzó rápidamente un acuerdo con sus hermanos y se quedó con un tercio de los terrenos, terrenos que además estaban bajo sospecha por parte de los socialistas de la alcaldía, que los reclamaban para el pueblo. El pueblo ya tenía sus propios terrenos y había recuperado además los provenientes de los vertederos de la fábrica de insecticidas, y si no se podía cultivar en ellos, a ojos de Leandro, era por culpa de los de la capital.
Una de las últimas acciones de su padre como alcalde, antes de perder las elecciones frente a los socialistas, fue otorgar licencia de obras en los terrenos que su hijo se había adjudicado por herencia, y antes de que nadie pudiera decir esta boca es mía, Leandro consiguió edificar en aquellos terrenos un grupo de chalets que se vendieron rápidamente gracias a unas amistades que consiguió en la capital, como segunda residencia a la incipiente burguesía que aparecía.
Con los beneficios que obtuvo con la operación compró la clausurada fábrica de insecticidas, y la derrubió completamente. Un error administrativo en la capital, gracias seguramente al poder que aún tenían los empresarios dueños de la fábrica, no había considerado los terrenos de la fábrica como terrenos contaminados, al contrario que los que componían los vertederos.
Y dueño de esos terrenos se presentó ante la nueva corporación municipal, que le recibió suspicaz para ver qué les iba a proponer. La reunión que mantuvo la recuerda como muy tensa al principio, pero al final se llegó a un acuerdo. Leandro comprendió durante aquella reunión que aunque voluntariosos, también los socialistas se movían por dinero. Y aquella reunión acabó con una cena con el nuevo alcalde y algunos concejales y como muchas de las reuniones de aquella índole que tendría a lo largo de su vida, acabó en el club del pueblo vecino echando unos tiritos con las chicas de vida alegre.
El acuerdo que propuso fue muy sencillo. En los terrenos de la antigua fábrica construiría un camping, que empezaban a estar de moda en el país y cedería terrenos al pueblo para que éste construyera las piscinas municipales. Él se encargaría de asegurar los fondos desde la capital para construir las piscinas. La corporación municipal se apuntaría un tanto de cara a los vecinos del pueblo, y él ganaría mucho dinero con la operación, ya que se encargaría no solo de conseguir los fondos, cobrando la comisión correspondiente por ello, sino también de construir, gracias a la experiencia de los primeros chalets que había construido, la piscina y el camping.
La operación se redondeó al poco tiempo al vender el camping al pueblo, consiguiendo un importante beneficio por la revalorización de los terrenos. A Leandro se le encendió una lucecita en su cerebro cuando vio que la mayor parte de los beneficios le habían venido por la sobrevalorización de los terrenos.
Su cordial relación con la nueva corporación, afianzada a base de cenas en el club del pueblo de al lado, le permitió que le dejaran tranquilo en el tema de los terrenos heredaros de su padre, y que se olvidaran de las oscuras interpretaciones de la ley que había hecho para conseguir las licencias de obras de su padre.
Hizo una oferta a sus hermanos y les compró los terrenos que habían heredado de su padre y en un par de cenas en el club, consiguió que el alcalde firmara sin mayor problema la nueva licencia de obras. Esta licencia fue muy importante para Leandro, ya que le permitía lavar su imagen con respecto a la licencia de obras que le había otorgado para su primera urbanización su padre, ya en esta habían sido los socialistas los que se la habían concedido.
Con la operación del camping y las piscinas había conseguido más que lo que su padre en toda su alcaldía. Había obtenido la misma reputación de benefactor pero además sin tener que repartir migajas entre los vecinos. Es más, no tenía siquiera que dar la cara como alcalde, ya estaban los socialistas para darla por él.
¿Qué había invitado a parte de la corporación municipal al club de alterne durante varias noches y que gracias a esas relaciones se le habían facilitado las licencias de obra? No era problema suyo, era de los concejales y el alcalde.
Un pequeño nubarrón se cernió sobre el buen hacer de los negocios de Leandro cuando asignaron un nuevo secretario al ayuntamiento, y el antiguo secretario, que era un viejo conocido del puticlub donde Leandro cerraba sus negocios, cesó de su cargo, con una jubilación forzosa, como la mayoría de los secretarios que provenían del régimen anterior.
Aquel chaval joven, recién casado, con sus gafitas y sus aires de intelectual, con sus libros bajo el brazo, hacía una interpretación de la ley y de las normativas urbanísticas que no favorecía los intereses de Leandro..
Lo primero que hizo fue ir a la capital a pedir a sus nuevos amigos en el gobierno regional que lo quitaran de su pueblo y lo sustituyeran por otro más manejable. Al fin y al cabo existían miles de pueblos en la provincia que languidecían en los que aquel muchacho podría explayarse como secretario impartiendo ley y orden, pero le dijeron que tenían las manos atadas, que esas elecciones las realizaba la diputación provincial.
La diputación provincial era un estamento que apenas conocía Leandro, ya que no alcanzaba a ver su utilidad. A través de sus amigos en el gobierno regional consiguió ser recibido por uno de los diputados que gobernaban tan oscura institución. Fue una reunión muy interesante, ya que los intereses de aquel diputado eran los mismos que los de Leandro, impulsar el crecimiento de la provincia.
Leandro comprendió que aquella egregia institución no servía para nada, pero que tomaba decisiones importantes. Concretó una nueva reunión con aquel diputado, pero en un terreno en el que Leandro se manejaba mejor, en un conocido club en los alrededores de la capital.
El diputado acudió en coche oficial, sin ningún tipo de pudor, y mientras el chofer esperaba en el coche, que aún hay clases, el diputado disfrutaba de una sesión especial con dos preciosas mulatitas que Leandro se había ocupado de elegir, con todos los gastos pagados, por supuesto.
Y para que el diputado en cuestión no se olvidara de la gran tarde que había pasado, Leandro le facilitó un pequeño sobre con un dinero que resultaría imprescindible para la universidad de sus hijos.
El diputado cumplió con las promesas que había firmado con un pintalabios sobre el enorme y terso culo de una de las mulatitas que Leandro le había presentado y a la semana siguiente el nuevo secretario recibió una orden de traslado a otro pueblo.
Cuando el nuevo secretario ocupó su plaza, el chaval volvió al pueblo para ocuparse personalmente de indicarle al nuevo cuales eran las licencias de obra activas, las alegaciones que debía hacer y los aspectos constructivos que debían modificarse para adecuarse al ordenamiento urbanístico del pueblo.
Según salió por la puerta hacia su nuevo destino, el funcionario que le había sustituido arrojó a la papelera todos los informes que había recibido y tramitó la licencia de obras para Leandro. Consideraba que la nueva urbanización era beneficiosa para el pueblo, y que no era necesario entorpecer la actividad empresarial de un emprendedor como Leandro.
Leandro realizó los chalets siguiendo el proyecto constructivo a su manera. Consideraba que los arquitectos no tenían demasiada idea de construcción y que acababan encareciendo las casas que diseñaban con tonterías. Él consideraba que era más fácil de vender una casa cuadrada forrada de un material caro, aunque la calidad constructiva, de equipamientos y de aislamientos fuera insuficiente, que una casa con un diseño exterior atractivo y con los equipamientos necesarios.
Al fin y al cabo, los compradores sabían que los frigoríficos, las cocinas y otros equipamientos “de obra” eran precisamente eso, de obra. Y que los tendrían que cambiar al poco tiempo. Y respecto al aislamiento, todo el mundo sabía que en Castilla hacía frio en invierno y calor en verano, y quien no aceptara esas realidades es que no aceptaba el clima. Y que si querían calor en invierno y frio en verano, para algo se habían inventado las calefacciones y los aparatos de aire acondicionado.
Según adquiría experiencia en nuevas urbanizaciones en el pueblo, contrató directamente un estudio de arquitectura que siguió su concepto de casa cúbica, cuatro paredes y azotea, con tabiques interiores de nuevos materiales como pladur, y abaratando las subcontratas de electricistas, fontaneros y demás gremios, hasta límites insospechados.
Poco a poco Leandro fue adquiriendo un nombre como promotor y se le vinculó al crecimiento que estaba teniendo su pueblo, crecimiento acorde al que experimentaba su cuenta corriente, y también consiguió una fama de generoso entre los miembros de la diputación provincial y del gobierno regional cuando llegó el momento de dar el salto a la capital, a Madrid.
Capítulo 3 Leandro Lombardo
Leandro estaba casado. De convicciones firmemente católicas donaba frecuentemente cantidades de dinero a la Iglesia. Aunque no pertenecía a la Obra, estaba muy bien considerado por ella, por lo que de vez en cuando se le tenía en cuenta cuando había que hacer alguna reforma en alguna propiedad de la Iglesia.
Sus buenas relaciones con la diputación además permitían que las recomendaciones de Patrimonio se relajaran cuando Leandro modificaba alguna edificación antigua, permitiendo abaratar los costes de cara a la Iglesia.
Había entregado su alma a Dios, pero no a cualquier precio. Siempre decía que el diablo le ofrecería mucho por su alma, por lo que si se decidía por Dios, éste debería compensarle convenientemente, y qué menos que a través de la concesión de obras por medio de la Iglesia, ya que para entregar el alma a Dios gratuitamente había un número importante de meapilas en el mundo.
Se había casado joven y tenía siete hijos. Firme defensor de la iniciativa privada, odiaba a los funcionarios, que los consideraba parásitos sociales que se creían que por haber aprobado una oposición ya tenían trabajo para toda la vida mientras los demás tenían que lucharlo día a día. Como ejemplo de ese trabajo se ponía a él mismo, que había sacado adelante a su numerosa familia y había conseguido colocar en cargos directivos de responsabilidad a varios de sus hijos en empresas públicas de la provincia.
El séptimo aún seguía estudiando, medicina concretamente. Estaba muy orgulloso de él ya que era el único que había ido a la universidad, cursando segundo de medicina. Ya soñaba con su hijo operando en algún quirófano de la capital, ganando prestigio, cuando acabara la carrera. Es más, un alto cargo de sanidad de la comunidad de Madrid le había prometido un puesto en un hospital, de jefe del servicio que deseara, y que podría acabar la carrera ya trabajando.
Su mujer no era especialmente atractiva, pero era la madre de sus hijos. Alguien una vez le dijo que las esposas eran como cactus que aunque feos y espinosos cuando florecían daban la flor más hermosa de la naturaleza, mientras que las amantes eran rosas de belleza efímera pero que se marchitaban. Leandro seguía con su cactus, pero no desperdiciaba las rosas, que no las consideraba amantes ya que no las amaba, simplemente las utilizaba y las abandonaba antes incluso de que se marchitaran.
Leandro jamás tendría una amante al uso. Ni siquiera amigas. Utilizaba a las mujeres en sus negocios, y cuando se acostaba con alguna era únicamente para satisfacer sus necesidades sexuales. Eso no le producía ningún tipo de remordimiento, ya que consideraba que el sexo por el placer de hacerlo, no tenía ninguna maldad, y que además que casi siempre lo practicaba por negocios, negocios que al fin y al cabo mantenían a la familia, su mujer y sus 7 hijos.
En realidad no tenía ningún tipo de remordimiento en ninguna de sus actividades. Había pasado de ser un bastardo por culpa de los devaneos sexuales de su padre a ser un verdadero hijo de puta gracias a sus propia actividad empresarial, pero estaba firmemente convencido de que la riqueza no se conseguía de forma ética, y que si él se echaba para atrás en algún tipo de negocio por motivos morales, otro lo emprendería por él.
Y como de todas maneras se iba a hacer era mejor que fuera él el que se llevara los beneficios, y no otro. ¿Remordimientos? ¿Falta de escrúpulos? Quien los tuviera no triunfaría en esta vida. Consideraba que la moral era el mejor invento que había hecho la Iglesia en el país. Si la guerra civil la hubieran ganado esos comunistas España sería un país arruinado, ya que la falta de moral y de respeto impediría que gente como él, emprendedores natos, se enriquecieran permitiendo el progreso del país entero.
Sus tesis eran claras y contundentes. El fracaso del comunismo venía precisamente por la falta de una moral cristiana, en la que la gente carecía de remordimientos y de escrúpulos, lo que impedía que esta misma gente fueran grandes trabajadores. Un país necesitaba trabajadores, gente dispuesta a sacrificarse por los demás, y un número de elegidos como él que permitiera guiar a los trabajadores. Sin una moral que los uniera, esos trabajadores serían incapaces de sacar adelante ese país.
Los dirigentes de esos trabajadores, los emprendedores, debían sacrificar su moralidad para poder dar trabajo a esos trabajadores. Así funcionaba el capitalismo cristiano, y así se había producido el crecimiento del país. Y para ese crecimiento, para que nuestro país fuera grande, era precisa tanto la moral cristiana como la estabilidad del país.
Leandro no podía tragar a los separatistas, a esos vascos y catalanes que no querían pertenecer a nuestro gran país. ¿Cómo podría un país crecer si cada dos por tres aparecía un peligro de desmembramiento en trozos más pequeños? Así no era posible.
La ideología de Leandro no estaba del todo definida, pero se identificaba con el catolicismo y un patriotismo a veces exaltado, sobre todo cuando jugaba la selección. Consideraba España un gran país, donde se sabía comer, y no comprendía a aquellos que no eran capaces de vibrar con la selección española ni que quisieran prohibir los toros. A estos últimos, a los antitaurinos, los consideraba directamente antiespañoles.
Estaba convencido de que los toros eran algo sagrado, un arte único en el mundo, la manera más noble que podía tener un animal bravo de morir. Esos barbudos ecologistas criticaban los toros porque odiaban a España. ¿Por qué no se les veía si no haciendo manifestaciones delante de mataderos o de granjas de gallinas?
Por su ideología rápidamente se alineó con una tendencia política conservadora, pero eso no implicaba que hiciera ascos a la otra tendencia, a los socialistas.
La primera vez que gobernaron los miró con recelo, pensando que quizá llevaran a cabo lo que prometían y acabaran con su particular entendimiento de los negocios, pero enseguida comprendió una verdad inmutable: quien cata el sabor del poder, dejará de lado su ideología para centrarse en lo realmente importante, el aprovecharse del sistema.
Y si alguien no quiere aprovecharse de ese sistema, no es priblema, otro compañero de su partido estará dispuesto a hacerlo, a enriquecerse, a sacar partido a ese sistema en el cual más del 50% de las decisiones económicas del país estaban en mayor o menor medida en manos de un político.
Y Leandro es conocedor de esta necesidad humana y no tiene ningún reparo en aprovecharse de unos y de otros para sacar tajada en sus negocios.
Pero la corrupción enseguida se organiza e institucionaliza. Leandro vio con  preocupación cómo para poder acceder a determinadas obras públicas, allí donde gobiernan los socialistas, era preciso apuntarse al partido. Pero eso no le satisfacía a Leandro, ya que le marcaría en una opción política que no le satisface, por lo que se decidió a trabajar mejor a nivel local, donde podría fácilmente y a su manera comprar a alcaldes, secretarios, concejales, bajo el amparo de la diputación provincial.
Ya llegaría su momento de hacer cosas grandes, cuando las cosas se pusieran de cara. De momento las grandes obras públicas se las llevaban grandes constructoras. Para poder acceder a ellas era preciso crecer, y no hay mejor manera de hacerlo que yendo paso a paso, creando empresa, creando negocio, urbanización a urbanización, recalificación a recalificación, repitiendo lo realizado en su pueblo, donde había triunfado sin duda con las 3 urbanizaciones hechas, el camping y las piscinas.
Pero en su pueblo el crecimiento ya estaba limitado, ya que los únicos terrenos que podían utilizarse eran los que medioambiente mantenía clausurados por culpa de los vertidos de la fábrica de pesticidas.

Y precisamente por ahí le vendría su siguiente negocio, un negocio que aunque corto, le proporcionó grandes beneficios. Un negocio auspiciado por la entrada de España en el Mercado Común, en la Comunidad Europea, una Europa que inundó España de millones de pesetas, para que gente como Leandro, siempre dispuesta, los acaparara.

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